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Rey Kull, por Robert E Howard (página 2)



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¡Clang, clang, clang!, sonaban los cascos con herradura de plata sobre las calles amplias, bañada por la luz de la luna. Pero, por lo demás, no se percibía el menor sonido. El tiempo de existencia de la ciudad, su increíble antigüedad, resultaban casi opresivos para el rey; era como si aquellos grandes edificios silenciosos se estuvieran burlando de él, sin el menor ruido, con una mofa indescifrable. ¿Qué secretos se esconderían en aquellos edificios?

«Eres joven, pero nosotros somos antiguos», parecían decirle los palacios, los templos y santuarios. «El mundo se hallaba animado por la juventud cuando fuimos erigidos. Tú y tu tribu pasaréis, pero nosotros somos invencibles, indestructibles. Nos elevamos por encima de un mundo extraño, mientras que Atlantis y Lemuria surgieron de los mares; reinaremos cuando las aguas verdes suspiren por más de un fantasma inquieto, por encima de los chapiteles de Lemuria y las montañas de Atlantis, y seguiremos reinando cuando las islas de los hombres occidentales se hayan convertido en las montañas de un país extraño. ¡Cuántos otros reyes hemos visto desfilar por estas mismas calles antes de que Kull de Atlantis fuera apenas un sueño en la mente de Ka, el pájaro de la creación! Sigue cabalgando todo lo que quieras, Kull de Atlantis, porque otros más grandes que tú te seguirán, del mismo modo que también los ha habido antes, convertidos ahora en polvo y olvidados, mientras que nosotros continuamos en pie, y sabemos que existimos. ¡Cabalga, sigue cabalgando, Kull de Atlantis, Kull el rey, Kull el estúpido!»

Y a Kull le pareció que el sonido de los cascos de los caballos rompía el silencio de la noche, para repetir con su eco burlón y vacío: «¡Kull el rey! ¡Kull el estúpido!».

Brilla, luna; iluminas el camino de un rey. ¡Brillad, estrellas! Sois las antorchas que se extienden en el camino de un emperador. Sonad, cascos plateados, anunciáis que Kull cabalga por Valusia.

¡Eh, despierta, Valusia! ¡Es Kull el que cabalga! ¡Kull, el rey!

«Hemos conocido a muchos reyes», parecían decir los silenciosos edificios de Valusia.

Y así, con un talante melancólico, Kull llegó a palacio, donde los hombres de su guardia, los asesinos rojos, acudieron para sujetar las riendas de su gran caballo y acompañar a Kull hasta sus aposentos. En cuanto llegaron, el picto, que no había pronunciado una sola palabra, hizo dar la vuelta a su corcel con un salvaje tirón de las riendas, y desapareció en la oscuridad, como un fantasma. La encendida imaginación de Kull se lo representó atravesando a toda velocidad las calles silenciosas, como un duende surgido del Reino de las Sombras.

Aquella noche no hubo descanso para Kull, pues ya casi amanecía y pasó el resto de la noche deambulando de un lado a otro por el salón del trono, reflexionando sobre todo lo que había ocurrido. Ka-nu no le había dicho nada concreto y. sin embargo, se había puesto por completo en sus manos. ¿Y qué había querido dar a entender al decir que el barón de Blaal no era más que un figurón? ¿Quién era aquel Brule que acudiría a su lado por la noche, portando el místico brazalete del dragón? ¿Y por qué? Pero, por encima de todo, ¿por qué le había mostrado Ka-nu la gema verde del terror, robada hacía tanto tiempo del templo de la serpiente, por la que el mundo se estremecería en guerras si lo supieran los extraños y terribles guardianes de aquel templo, de cuya venganza no podrían librar a Ka-nu ni los más feroces hombres de su tribu?

Kull, sin embargo, reflexionó, diciéndose que Ka-nu se sentía a salvo, pues el anciano estadista era demasiado astuto como para exponerse sin obtener ventaja alguna. ¿Pretendía acaso pillarle desprevenido y preparar así el camino a la traición? ¿Se atrevería Ka-nu a dejarle vivir ahora? Finalmente, Kull se encogió de hombros ante todas estas preguntas.

3. Aquellos que caminan en la noche

La luna todavía no había salido cuando Kull, con la mano en la empuñadura de su espada, se acercó a la ventana. Las ventanas de sus aposentos daban a los grandes jardines interiores del palacio real, y la brisa de la noche, portadora de los aromas de los árboles, agitó levemente las tenues cortinas. El rey miró hacia el exterior. Los caminos y arboledas aparecían desiertos; los árboles, cuidadosamente podados, no eran más que sombras abultadas; en las fuentes cercanas se reflejaba la tenue capa plateada de la luz de las estrellas, y el agua de las fuentes más alejadas se rizaba por la brisa. No había guardias que vigilaran aquellos jardines, pues los muros exteriores se hallaban tan estrechamente vigilados que parecía imposible que cualquier intruso tuviera acceso a ellos.

Las parras subían por los muros del palacio y precisamente cuando Kull pensaba en lo fácil que sería subir por ellas, un fragmento de sombra se separó de la oscuridad bajo la ventana y un brazo moreno y desnudo se curvó sobre el alféizar. La gran espada del rey medio surgió de su vaina, pero luego se detuvo. Sobre aquel brazo musculoso brillaba el brazalete del dragón que Ka-nu le había mostrado la noche anterior.

El poseedor del brazo se izó sobre el alféizar y entró en la estancia con los movimientos rápidos y naturales de un leopardo que trepara.

-¿Eres Brule? -preguntó Kull.

Se detuvo de pronto, sorprendido y un tanto molesto y receloso, pues aquel hombre no era otro que el mismo a quien Kull había incordiado en el salón del trono, el mismo que le había escoltado la noche anterior hasta el palacio.

-Soy Brule, el asesino de la lanza -contestó el picto en voz baja y reservada. Y luego, observando atentamente el rostro de Kull, dijo con un tono de voz que fue apenas un susurro-: Ka nama kaa lajerama!

-¡Eh! ¿Qué quieres decir? -preguntó Kull, asombrado.

-¿No lo sabéis?

-No. Esas palabras no me son familiares, no pertenecen a ninguna lengua que yo conozca, y sin embargo…, ¡por Valka!, creo haberlas oído en alguna parte…

-En efecto -fue el único comentario del picto. Su mirada recorrió el despacho del palacio. A excepción de unas pocas mesas, un par de divanes y unas grandes estanterías de libros de pergamino, la habitación aparecía prácticamente vacía en comparación con el esplendor del resto del palacio-. Decidme, mi señor, ¿quién guarda la puerta?

-Dieciocho de los asesinos rojos. Pero ¿cómo es posible que hayas penetrado en los jardines por la noche y escalado los muros del palacio?

-Los guardias de Valusia son como búfalos ciegos – bufó Brule-. Podría haberles quitado a sus mujeres delante de sus propias narices. Me he escabullido entre ellos sin que me vieran ni me oyeran. En cuanto a los muros…, podría haberlos escalado sin la ayuda de las parras. He cazado tigres en playas cubiertas de niebla arrastradas desde el mar por las fuertes brisas orientales, y he escalado los acantilados de la montaña del mar occidental. Pero basta ya de charla… Tocad este brazalete. -Extendió el brazo y cuando Kull, extrañado, hizo lo que se le pedía, emitió un aparente suspiro de alivio-. Bien. Y ahora, quitaos esos ropajes regios, porque esta noche os esperan cosas con las que ningún atlante habría soñado jamás.

El propio Brule sólo iba vestido con un escaso taparrabos a través del cual llevaba sujeta una espada corta y curvada.

-¿Quién eres tú para darme órdenes? -preguntó Kull, ligeramente resentido.

-¿No os pidió Ka-nu que me hicierais caso en todo? -preguntó el picto con irritación, dejando que en sus ojos apareciera un fulgor momentáneo-. No os tengo excesivo aprecio, mi señor, pero por el momento he apartado de mi mente todo pensamiento de disputa. Haced vos lo mismo. Pero venid. -Avanzó sin hacer ruido, cruzó la habitación y se dirigió hacia la puerta. Una mirilla que había en ésta permitía observar una parte del pasillo exterior, sin ser vistos desde el otro lado. El picto le rogó a Kull que mirara-. ¿Qué es lo que veis?

Nada, excepto a los dieciocho guardias.

El picto asintió con un gesto, le hizo señas a Kull para que le siguiera y volvió a cruzar la estancia. Brule se detuvo ante un panel situado en la pared opuesta y tanteó un momento con la mano. Luego, con un movimiento rápido, retrocedió al tiempo que desenvainaba la espada. Kull lanzó una exclamación al ver que el panel se deslizaba en silencio, abriéndose, revelando un pasadizo débilmente iluminado.

-¡Un pasadizo secreto! -exclamó Kull en voz baja-. ¡Y no conocía su existencia! ¡Por Valka que alguien tendrá que pagar por esto!

-¡Silencio! -siseó el picto.

Brule se había quedado allí de pie, como una estatua de bronce, como si forzara cada uno de sus nervios para tratar de percibir hasta el más ligero sonido; hubo en su actitud algo que hizo que a Kull se le pusieran los pelos de punta, no de temor, sino de ávida expectativa. Luego, haciéndole una seña, Brule cruzó el umbral secreto, que quedó abierto tras ellos. El pasadizo aparecía desnudo, pero no cubierto por el polvo, como habría sucedido en el caso de tratarse de un pasillo secreto no utilizado. Una vaga luz grisácea se filtraba desde alguna parte, pero no se veía de dónde procedía. A cada pocos pasos, Kull veía puertas, invisibles desde el exterior, estaba seguro de ello, pero fáciles de distinguir desde dentro.

-Este palacio es como un panal -murmuró.

-Así es. Sois observado día y noche, mi señor. Son muchos los ojos que os vigilan.

El rey quedó impresionado por la actitud de Brule. El picto continuó avanzando con lentitud, receloso, medio agachado, con la hoja de la espada mantenida en una posición baja y adelantada. Cada vez que hablaba lo hacía en susurros y echaba continuamente vistazos a uno y otro lado. El pasillo efectuaba un giro brusco, y Brule miró con cautela hacia el otro lado.

-¡Mirad! -susurró-. Pero recordad que no debéis decir una sola palabra. Ni un sonido, por vuestra vida.

Kull miró cautelosamente al otro lado. El pasillo cambiaba, para dar paso a un tramo de escalones. Kull retrocedió. Al pie de aquellos escalones yacían los cuerpos de los dieciocho asesinos rojos que se habían apostado aquella noche para vigilar la entrada al estudio del rey. Brule le agarró el poderoso brazo, y eso y el feroz susurro de su voz, que sonó justo por encima del hombro, impidieron que Kull bajara de un salto aquellos escalones.

-¡Silencio, Kull! ¡Silencio, en nombre de Valka! -musitó el picto-. Estos pasillos están vacíos ahora, pero he arriesgado demasiado al mostraroslos para que creáis lo que tengo que deciros. Regresemos ahora a vuestro estudio.

Rehizo sus pasos, seguido de cerca por Kull, cuya mente se hallaba alborotadamente desconcertada.

-Esto es traición -musitó el rey, con una expresión ardiente en sus acerados ojos grises-. ¡Una vileza hecha con mucha rapidez! Apenas han transcurrido unos minutos desde que esos hombres montaban la guardia.

De nuevo en el estudio, Brule cerró cuidadosamente el panel secreto y le hizo señas a Kull para que volviera a echar un vistazo por la mirilla de la puerta que daba al pasillo exterior. Kull emitió un bufido de asombro. ¡Allí fuera estaban los dieciocho guardias!

-¡Esto es brujería! -susurró, con la espada a medio desenvainar-. ¿Acaso son hombres muertos los que guardan al rey?

-¡Así es! -fue la contestación apenas audible de Brule, en cuyos ojos chispeantes había aparecido una expresión extraña. Los dos hombres se miraron fijamente por un momento. Las cejas de Kull se arrugaron en un gesto de extrañeza, al intentar leer la expresión inescrutable del rostro del picto. Luego, los labios de Brule, moviéndose apenas, formaron las palabras-: La serpiente que habla.

-¡Silencio! -susurró Kull al tiempo que llevaba una mano hacia la boca de Brule-. ¡Esas palabras significan la muerte! ¡Ése es un nombre maldito!

-Mirad de nuevo, rey Kull. Quizá hayan cambiado la guardia.

-No, ésos son los mismos hombres. En nombre de Valka, ¡esto es brujería! ¡Es una locura! He visto con mis propios ojos los cuerpos de esos hombres hace apenas unos minutos. Y, sin embargo, ahí están ahora, de pie.

Brule retrocedió, apartándose de la puerta, seguido mecánicamente por el rey.

-Mi señor, ¿qué sabéis sobre las tradiciones de esta raza a la que gobernáis?

-Mucho y, sin embargo, poco. Valusia es tan antigua…

-En efecto -asintió Brule con los ojos misteriosamente encendidos-. Nosotros no somos más que bárbaros…, niños comparados con los Siete Imperios. Ni siquiera ellos mismos saben lo antiguos que son. Ni los recuerdos de los hombres ni los

anales de los historiadores llegan lo bastante atrás como para decirnos cuándo llegaron los primeros hombres desde el mar y construyeron las ciudades sobre la costa Pero, mi señor, ¡los hombres no siempre fueron gobernados por hombres!

El rey le miró fijamente. Sus miradas se encontraron.

-Sí, entre mi pueblo hay una leyenda…

-¡Y en el mío también! -le interrumpió Brule-. Eso fue antes de que nosotros, los de las islas, nos convirtiéramos en aliados de Valusia. Sí, durante el reinado de Lion-fang, séptimo jefe guerrero de los pictos, hace ya tantos años que nadie recuerda cuántos, llegamos por el mar, procedentes de las islas donde se pone el sol, asolamos las costas de Atlantis y caímos sobre las playas de Valusia con la espada y el fuego. Sí, esas largas playas de arenas blancas resonaron con el entrechocar de las lanzas, y la noche fue como el día, iluminada por los incendios de los castillos en llamas. Y el rey de Valusia, que murió aquel triste día en las arenas enrojecidas por la sangre

Su voz se desvaneció, y los dos hombres se quedaron mirándose fijamente, sin hablar durante un rato. Luego, ambos asintieron con un gesto.

– ¡Antigua es Valusia! -susurró con intensidad Kull-. Las montañas de Atlantis y de Mu eran islas del mar cuando Valusia aún era joven.

La brisa de la noche se introdujo por la ventana abierta. No era el aire libre y vigorizante del mar que Brule y Kull conocían y disfrutaban en su tierra, sino un hálito, como el susurro del pasado, sobrecargado de moho, del olor de las cosas largamente olvidadas, que contenía secretos ya viejos cuando el mundo todavía era joven.

Los tapices se agitaron y, de repente, Kull se sintió como un niño desnudo ante la inescrutable sabiduría de aquel misterioso pasado místico. Una sensación de irrealidad volvió a apoderarse de él. En el fondo de su alma surgieron fantasmas oscuros y gigantescos, que le susurraban cosas monstruosas. Percibió que Brule experimentaba pensamientos similares. La mirada del picto se hallaba fija en su rostro, con una intensidad feroz. Las miradas de ambos volvieron a encontrarse, y Kull experimentó una cálida sensación de camaradería con este miembro de una tribu rival. Como si fueran leopardos rivales que se aliaban para contener a los cazadores, estos dos salvajes establecieron allí mismo una causa común contra los poderes inhumanos procedentes de la antigüedad.

Brule volvió a indicar el camino de regreso hacia la puerta secreta. Penetraron de nuevo en el pasadizo, en silencio, y también en silencio avanzaron por el lóbrego pasillo, tomando esta vez la dirección opuesta a la seguida en su incursión anterior. Al cabo de un rato, el picto se detuvo y se apretó contra una de las puertas secretas, rogándole a Kull que mirara por la mirilla oculta.

-Esto da a una escalera muy poco utilizada que conduce a un pasillo, más allá de la puerta del estudio.

Miraron y, en ese momento, apareció una figura silenciosa que subía la escalera.

-¡Tu! ¡El primer consejero! -exclamó Kull-. ¡A estas horas de la noche y con la daga desenvainada! ¿Qué significa esto, Brule?

-¡Asesinato! ¡Y la más vil de las traiciones! -replicó Brule en voz baja-. No -añadió al ver que Kull se disponía a abrir la puerta y saltar hacia adelante-. Estamos perdidos si os enfrentáis aquí con él, pues puede haber más agazapados al pie de esa escalera. ¡Venid!

Casi corriendo, se apresuraron a regresar por el pasaje. Una vez que llegaron al estudio, Brule cerró cuidadosamente la puerta secreta tras ellos, y luego cruzó el estudio, dirigiéndose hacia una pequeña estancia que raras veces se utilizaba. Allí, apartó unos tapices que había en un rincón oscuro, arrastró a Kull consigo, y ambos se colocaron tras ellos.

Transcurrieron los minutos. Kull oía el sonido de la brisa que penetraba por la otra habitación, haciendo oscilar las cortinas, y le pareció como el murmullo de los fantasmas. Luego. cruzando el umbral, apareció la figura de Tu, el primer consejero del rey. Evidentemente, había llegado al estudio y, al encontrarlo vacío, buscaba a su víctima allí donde más probablemente estaría.

Se acercó con la daga levantada, avanzando en silencio. Se detuvo un momento y contempló la estancia, aparentemente vacía, pues sólo se hallaba débilmente iluminada por una sola vela. Después, avanzó con cautela, aparentemente desconcertado al no comprender la ausencia del rey. Se detuvo ante el escondrijo y…

-¡Ahora! -susurró el picto.

De un solo y poderoso salto, Kull se plantó en medio de la pequeña estancia. Tu saltó a su vez, pero la velocidad relampagueante y felina del ataque no le dio la menor oportunidad para defenderse o contraatacar. El acero de la espada arrancó destellos a la débil luz e hizo rechinar el hueso, al tiempo que Tu retrocedía, tambaleante, con la espada de Kull insertada entre los hombros.

Kull se inclinó sobre él, con los dientes al descubierto en una mueca de asesino, con las pobladas cejas arrugadas sobre unos ojos que parecían como el hielo gris del mar helado. Y entonces soltó la empuñadura de la espada y retrocedió, conmocionado, aturdido, al sentir la mano de la muene posada sobre su espalda.

Porque, mientras observaba, el rostro de Tu se hizo extrañamente oscuro e irreal; los rasgos se difuminaron y recombinaron de una forma aparentemente imposible, para luego, como una máscara de niebla que se desvaneciera, desaparecer de repente y dar paso, en su lugar, a una monstruosa cabeza de serpiente.

-¡Por Valka! -exclamó Kull boquiabierto, con la frente perlada de un sudor repentino-. ¡Por Valka! -repitió.

Brule se inclinó hacia adelante, con el rostro inmóvil. Pero sus ojos encendidos reflejaron algo del horror que experimentaba el propio Kull.

-Recuperad vuestra espada, mi señor -dijo-. Todavía os esperan otras hazañas.

Vacilante, Kull avanzó la mano hacia la empuñadura. La carne le hormigueó al apoyar un pie sobre el horror que yacía a sus pies, y, cuando una contracción muscular hizo que aquella boca horrible se abriera de repente, retrocedió con una sensación de náuseas. Finalmente, armándose de valor, tiró de la espada y contempló más atentamente aquella cosa sin nombre que había conocido como Tu, el primer consejero. A excepción de la cabeza reptiliana, aquello era la réplica exacta de un hombre.

-¡Un hombre con cabeza de serpiente! -murmuró Kull-.¿Se trata, entonces, de un sacerdote del dios serpiente?

Así es. Tu duerme sin saberlo. Estos enemigos pueden adquirir la forma que quieran. Mediante un encantamiento mágico o algo similar, pueden arrojar una telaraña de magia sobre sus rostros. como haría un actor con una máscara, para parecerse así a cualquiera que elijan.

-Entonces, las viejas leyendas eran ciertas -musitó el rey-. Esas horribles y viejas historias que pocos se atreven a contar, para no morir como blasfemos, no son fantasías. Por Valka, me había imaginado…, había supuesto… Pero esto parece que va más allá de los límites de la realidad. ¡Eh! Los guardias que están al otro lado de la puerta…

-También son hombres serpiente. Y ahora, ¿qué haréis?

-¡Matarlos a todos! -contestó Kull entre dientes.

-En tal caso, golpead en los cráneos -dijo Brule-. Dieciocho os esperan al otro lado de la puerta, y quizá haya más en los pasillos. Oídme bien, mi señor. Ka-nu se enteró de este complot. Sus espías se han introducido en las más intrincadas fortalezas de los sacerdotes serpiente, y le comunicaron indicios de lo que se tramaba. Hace mucho tiempo que descubrió los pasadizos secretos del palacio y, a sus órdenes, me dediqué a estudiarlos y acudí aquí por la noche para ayudaros, para impedir que murierais como murieron otros reyes de Valusia. Vine a solas por la sencilla razón de que, en caso de haber sido más, habríamos podido levantar sospechas, y quizá no hubiéramos podido introducirnos subrepticiamente en el palacio, como yo hice. Los hombres serpiente guardan vuestra puerta, y ése, conocido como Tu, podía hacer entrar en palacio a quien quisiera; por la mañana, si los sacerdotes fracasaban, los verdaderos guardias volverían a ocupar sus puestos, sin saber nada, sin recordar nada; y habrían estado allí para arrostrar las culpas en el caso de que los sacerdotes hubieran logrado sus propósitos. Pero quedaos aquí mientras me ocupo de hacer desaparecer esta carroña.

Y tras decir esto, el picto se echó a los hombros aquella cosa horrible y desapareció con ella por otro panel secreto. Kull se quedó a solas, con la mente aturdida. Neófitos de la poderosa serpiente…, ¿cuántos se esconderían entre sus ciudades? ¿Cómo podría distinguir lo falso de lo verdadero? ¿Cuántos de los consejeros, de los generales en los que confiaba eran verdaderos hombres? ¿De quién podía estar seguro?

El panel secreto se abrió hacia dentro y Brule entró de nuevo en el despacho.

-Has sido rápido.

-Así es -dijo el guerrero, que avanzó unos pasos y miró hacia el suelo-. Hay sangre en la alfombra, ¿lo veis?

Kull se inclinó hacia adelante; por el rabillo del ojo distinguió un movimiento borroso, el brillo de un acero. Se puso erecto de un salto, como la cuerda de un arco. El guerrero se dobló sobre la espada, dejando caer la suya al suelo. En ese instante, Kull aún tuvo tiempo de pensar en lo apropiado que era el hecho de que el traidor encontrara la muerte mediante el mandoble deslizante hacia arriba tan utilizado por los de su raza. Después, cuando Brule empezó a deslizarse de la espada para caer inmóvil al suelo, el rostro empezó a cambiar y desvanecerse y Kull contuvo el aliento, con los pelos de punta, mientras observaba cómo aquellos rasgos humanos desaparecían y las mandibulas de una gran serpiente quedaban horriblemente abiertas, con sus terribles ojos mirándole venenosamente, incluso en el trance de la muerte.

-¡Él también era un sacerdote serpiente! -exclamó el rey-.¡Por Valka! ¡Qué plan tan sutil para pillarme desprevenido! ¿Y Ka-nu? ¿Es un hombre? ¿Fue con Ka-nu con quien yo hablé en los jardines? ¡Todopoderoso Valka! -Y la carne le hormigueó ante un horrible pensamiento-. ¿Acaso el pueblo de Valusia son hombres, o todos son serpientes?

Permaneció indeciso, sin dejar de contemplar aquella cosa llamada Brule que ahora ya no llevaba el brazalete del dragón. Entonces, un ruido le hizo girar en redondo.

Y Brule apareció por la puerta secreta.

-¡Alto ahí -Sobre el brazo levantado en un ademán instintivo para contener la espada del rey lucía el brazate del dragón-. ¡Por Valka!

El picto se detuvo en seco y, al comprender lo ocurrido, una sonrisa inexorable se extendió sobre sus labios.

-¡Por los dioses de los mares! Estos demonios son increíblemente poderosos. Ése debía de estar agazapado en los pasadizos y, al verme pasar llevando el cadáver del otro, adoptó mi aspecto. Ahora, tengo a otro que llevarme.

-¡Un momento! -exclamó Kull con un tono de amenaza en su voz-. Esta noche he visto a dos hombres convertirse en serpiente ante mis propios ojos. ¿Cómo sé que eres un verdadero hombre?

Brule se echó a reír.

-Por dos razones, rey Kull. Ningún hombre serpiente lleva esto -dijo, señalando el brazalete del dragón-. Y tampoco puede decir las palabras: Ka nama kaa lajerama.

También era la segunda vez que las oía aquella noche, y Kull las repitió mecánicamente.

Ka nama kaa lajerama. Pero ¿dónde he oído yo eso, en nombre de Valka? No conozco esas palabras y, sin embargo…

-Ah, debéis recordarlas, Kull -dijo Brule-. Esas palabras deben de estar agazapadas en los oscuros corredores de la memoria; aun cuando no las hayáis oído pronunciar en esta vida, en eras pasadas debieron de quedar tan terriblemente impresas en vuestra alma-mente que jamás murieron, y siempre harán sonar una débil cuerda en vuestra memoria, aunque os reencarnéis durante un millón de años. Porque esa frase procede secretamente de los tenebrosos y sangrientos eones y desde entonces, durante incontables siglos, formaron el santo y seña de la raza de los hombres que combatía contra los seres horripilantes del Reino de las Sombras. Pues nadie puede pronunciarlas excepto un verdadero hombre entre los hombres, cuyas mandíbulas y boca se hallen configuradas de una forma diferente a cualquier otra criatura. Su significado ha quedado sumido en el olvido, pero no así las palabras.

-Eso es cierto -asintió Kull-. Recuerdo las leyendas… ¡Por Valka!

Se detuvo en seco, con la mirada fija. pues de repente, como la silenciosa oscilación de una puerta mística que se abriera, unos ámbitos neblinosos e inimaginables se abrieron en los recovecos de su conciencia y, por un instante, pareció mirar hacia atrás, a través de la inmensidad que separaba una vida de la otra, y a través de aquellas nieblas vagas y fantasmales pudo ver las formas que vivieron en siglos ya muertos…, hombres en combate con monstruos horribles, dedicados a librar a un planeta de espantosos terrores.

Contra un fondo gris en continuo desplazamiento se movían extrañas formas de pesadilla, fantasías de locura y de temor; y un hombre, el enviado de los dioses, seguía ciegamente, del polvo de una vida a otra, el largo rastro sangriento de su destino, sin saber por qué, actuando de una forma bestial, a ciegas, como un gran niño asesino, pero dotado de la clara sensación de que en alguna parte había una chispa de fuego divino…

Kull se pasó una mano por la frente, conmocionado. Estas fugaces visiones en los abismos de la memoria siempre le dejaban perplejo.

-Han desaparecido -dijo Brule como si hubiera leído sus pensamientos más íntimos-. Las mujeres pájaro, las arpías, los hombres murciélago, los diablos voladores, los pueblos lobo, los demonios, los duendes…, todos, salvo los que son como este ser que yace a vuestros pies, así como unos pocos hombres lobo. Larga y terrible fue la guerra, que duró muchos y sangrientos siglos desde que llegaron los primeros hombres, surgidos del fango de los monos, transformados en aquellos destinados a gobernar el mundo, y que finalmente lograron alcanzar la humanidad, hace ya tanto tiempo de ello que sólo débiles y oscuras leyendas han llegado hasta nosotros a través de los tiempos. El pueblo serpiente fue el último en desaparecer, pero los hombres lograron por fin vencerlos también a ellos, empujándolos hacia los confines desérticos del mundo, para que se aparearan allí con las verdaderas serpientes hasta que algún día, según el decir de los sabios, aquella horrible raza se desvaneciera por completo. Sin embargo, las Cosas regresaron hábilmente disfrazadas cuando los hombres se hicieron blandos y degenerados, olvidadas ya las antiguas guerras. ¡Ah, ésa fue una guerra encarnizada y secreta! Entre los hombres de la Tierra Joven se deslizaron a hurtadillas los terribles monstruos del Planeta Antiguo, protegidos por su horrible sabiduría y sus misticismos, capaces de adoptar toda clase de formas y figuras, para realizar sus horrorosas hazañas en secreto. Ningún hombre sabía quién era hombre verdadero o falso. Ningún hombre podía confiar en otro. Y, sin embargo, gracias a sus propias habilidades, encontraron medios para distinguir a los falsos de los verdaderos. Entonces, los hombres tomaron como señal la figura del dragón alado, el dinosaurio con alas, un monstruo de las eras pasadas, que había sido el mayor enemigo de la serpiente. Y los hombres utilizaron también esas mismas palabras que acabo de pronunciar como un santo y seña, como un símbolo, pues como ya os he dicho, nadie puede repetirlas, excepto un hombre verdadero. De ese modo, la humanidad triunfó. Y, no obstante, después de muchos años en que todo se olvidó, los enemigos volvieron, pues el hombre sigue siendo un mono en la medida en que olvida aquello que no tiene delante de sus ojos. Llegaron como sacerdotes, y como por entonces los hombres, satisfechos con sus lujos y su poder, habían perdido la fe en las viejas religiones y cultos, los sacerdotes serpiente, disfrazados de maestros de un culto nuevo y más verdadero, crearon una religión monstruosa en la que se adoraba al dios serpiente. Y tal ha llegado a ser su poder, que ahora se considera mortal repetir las viejas leyendas del pueblo serpiente, y el pueblo vuelve a inclinarse ante el dios serpiente en su nueva forma; y los hombres son tan ciegamente estúpidos que la gran mayoría de ellos no ven la conexión que existe entre este poder y el poder que los hombres derrotaron hace eones. Como sacerdotes, los hombres serpiente se sienten contentos de gobernar y, sin embargo…

Se detuvo entonces.

-Continúa -dijo Kull experimentando una inexplicable agitación en el pelo de su nuca.

-Los reyes han reinado como verdaderos hombres en Valusia -siguió diciendo el picto en susurros-, y no obstante, muertos en batalla, han muerto como serpientes, como aquel que murió bajo la lanza de Lion-fang, en las playas rojas, cuando nosotros, los de las islas, asolamos los Siete Imperios. ¿Cómo puede ser, mi señor Kull? ¡Esos reyes nacieron de mujeres y vivieron como hombres! Eso fue porque los verdaderos reyes murieron en secreto, del mismo modo que habríais muerto vos esta noche, y porque los sacerdotes de la serpiente reinaron en su lugar, sin que el hombre lo supiera.

Kull lanzó una maldición entre dientes.

-Así tiene que ser, porque, que se sepa, nadie ha visto a un sacerdote de la serpiente y vivido para contarlo. Viven en el mayor de los secretos.

-El arte de gobernar de los Siete Imperios es algo laberíntico y monstruoso -dijo Brule-. Los verdaderos hombres saben que entre ellos se deslizan los espías de la serpiente, y aquellos hombres que son aliados de la serpiente, como Kaanuub, el barón de Blaal. Y, sin embargo, ningún hombre se atreve a desenmascarar a un sospechoso, por temor a que la venganza caiga sobre él. Ningún hombre confia en su semejante, y el verdadero estadista no se atreve a hablar ni a expresar lo que está en la mente de todos. Si pudieran estar seguros, si se pudiera desenmascarar ante todos ellos a un hombre serpiente, o poner al descubierto un complot, entonces se habría logrado quebrantar el poder de la serpiente, pues a partir de ese momento todos se unirían y harían causa común para desplazar a los traidores. Sólo Ka-nu posee la astucia y el valor necesarios para enfrentarse a ellos, y sólo él ha podido enterarse de lo suficiente como para advertirme de lo que ocurriría, de lo que ha sucedido hasta ahora. De ese modo, yo estaba preparado, pero a partir de ahora sólo podemos confiar en nuestra buena suerte y habilidad. Aquí y ahora, creo que estamos a salvo; esos hombres serpiente que se encuentran al otro lado de la puerta no se atreven a abandonar su puesto, por si los verdaderos hombres aparecen por aquí de improviso. Pero mañana intentarán alguna otra cosa, podéis estar seguro de ello. Nadie puede saber lo que intentarán hacer, ni siquiera Ka-nu, pero debemos estar el uno al lado del otro, rey Kull, hasta que los venzamos, o hayamos muerto los dos. Y ahora, acompañadme mientras llevo este cadáver al mismo lugar oculto donde he dejado al otro ser.

Kull siguió al picto con su pesada carga. Cruzaron al otro lado del panel oculto y avanzaron por el lóbrego pasillo. Sus pies, acostumbrados al silencio de los espacios silvestres, no produjeron el menor ruido. Se deslizaron como fantasmas a través de aquella luz fantasmagórica, mientras Kull se maravillaba ante el hecho de que aquellos pasillos estuvieran desiertos, pues en cada recodo esperaba encontrarse con alguna espantosa aparición.

Las sospechas empezaron a apoderarse de él. ¿Le estaría conduciendo este picto hacia una emboscada? Aminoró el paso, quedándose a cierta distancia por detrás de Brule, con la espada preparada, levantada sobre la espalda del picto, que seguía imperturbable su camino. Si tenía la intención de traicionarle, Brule sería el primero en morir. Pero si el picto se dio cuenta de las sospechas del rey, no lo demostró. Continuó su camino impasiblemente, hasta que llegaron a una estancia polvorienta que no se había utilizado en mucho tiempo, de cuyas paredes colgaban unos pesados y mohosos tapices. Brule apartó uno de ellos y ocultó el cadáver detrás.

Luego, regresaron sobre sus pasos. De repente, Brule se detuvo con tal brusquedad que le dio a Kull un susto de muerte, de lo tensos que tenía los nervios.

-Algo se mueve en el pasillo -susurró el picto-. Ka-nu dijo que por aquí todo estaría vacío, pero…

Desenvainó la espada y se deslizó a hurtadillas por el pasaje, seguido con cautela por Kull.

Poco después apareció un resplandor vago y extraño que avanzaba hacia ellos. Esperaron, con los nervios de punta y las espaldas apretadas contra las paredes del pasaje; no sabían lo que les esperaba, pero Kull oyó la respiración sibilante de Brule a través de los dientes apretados y se sintió más tranquilo en cuanto a su lealtad.

El resplandor surgió. convertido en una forma indefinida, como un haz de niebla, que se hizo más tangible a medida que se aproximaba, sin llegar a ser totalmente material. Un rostro les miró, con un par de grandes ojos luminosos que parecían sufrir todas las torturas de un millón de siglos. No había ninguna expresión de amenaza en aquel rostro, con sus rasgos débiles y gastados, sino sólo una gran piedad; y en aquel rostro…, en aquel rostro…

-¡Por los dioses todopoderosos! -exclamó Kull sintiendo como si una mano helada se le posara sobre el alma-. ¡Eallal, rey de Valusia, que murió hace mil años!

Brule pareció encogerse todo lo que pudo, y sus ojos se abrieron ampliamente con una expresión del más puro horror, mientras la espada le temblaba en la mano, descompuesto por primera vez en aquella extraña noche. Kull, en cambio, se mantuvo erguido y desafiante, y mantuvo instintivamente en guardia su inútil espada; con un hormigueo de la carne, con un cosquilleo en los pelos de la nuca pero manteniéndose como el rey de reyes que era, dispuesto a desafiar los poderes de lo desconocido, tanto de los muertos como de los vivos.

El fantasma continuó imperturbable su camino, sin hacerles el menor caso; Kull se encogió sobre sí mismo cuando pasó ante ellos, y percibió un hálito gélido, como el que pudiera producir una ventisca ártica. La figura continuó su marcha, con pasos lentos y silenciosos, como si aquellos pies vagos arrastraran las cadenas de todas las eras, y finalmente se desvaneció tras un recodo del pasaje.

-¡Por Valka! -musitó el picto, limpiándose las gotas de sudor frío que perlaban su frente-. ¡Eso no era un hombre! ¡Eso era un fantasma!

-¡Así es! -asintió Kull con un gesto de la cabeza, maravillado-. ¿No reconociste el rostro? Era Eallal, que reinó en Valusia hace mil años, y que fue encontrado horriblemente asesinado en su salón del trono, el mismo conocido ahora como el Salón Maldito. ¿Acaso no has visto su estatua en el Salón de Reyes Famosos?

-Sí, ahora recuerdo la historia. ¡Por los dioses, Kull! Eso es otra muestra del poder espantoso y vil de los sacerdotes serpiente. Ese rey fue asesinado por el pueblo serpiente, y su alma se convirtió en su esclava, destinada a cumplir sus mandatos durante toda la eternidad. Pues los sabios siempre han afirmado que si un hombre es asesinado por un hombre serpiente, el fantasma se convierte en su esclavo.

Un estremecimiento sacudió la gigantesca estructura del cuerpo de Kull.

-¡Por Valka! ¡Qué destino tan horrible! ¡Escúchame! – sus dedos se apretaron sobre el nervudo brazo de Brule como una garra de acero-. ¡Escúchame bien! Si soy herido de muerte por estos viles monstruos, júrame que me traspasarás el pecho con la espada para que mi alma no sea esclavizada.

-Os lo juro -respondió Brule con sus feroces ojos iluminados-. ¡Y os ruego que hagáis lo mismo por mí, Kull!

Las fuertes manos diestras de ambos se encontraron para sellar en silencio su sangriento juramento.

4 Máscaras

Kull se hallaba sentado en su trono, y contemplaba reflexivamente el mar de rostros vueltos hacia él. Un correo hablaba en un tono de voz uniforme, pero el rey apenas escuchaba sus palabras. Cerca de él, Tu, el primer consejero, se encontraba de pie a su lado, preparado para cumplir sus órdenes, y cada vez que le miraba, Kull se estremecía interiormente.

La superficie de la vida cortesana era como la del mar entre una marea y la siguiente. Para el rey pensativo, los acontecimientos de la noche anterior parecían como un sueño, hasta que su mirada se posó sobre el apoyabrazos de su trono. Una mano atezada y nervuda descansaba allí, y por encima de la muñeca de aquella mano relucía un brazalete del dragón; Brule se hallaba de pie junto al trono, y el feroz susurro del picto le hizo regresar del ámbito de irrealidad en que se movía.

No, aquel interludio monstruoso no había sido ningún sueño. Al sentarse sobre el trono, en el salón social, y contemplar a los cortesanos, las damas, los caballeros y los estadistas, pareció ver sus rostros como productos de la ilusión, como algo irreal, existentes sólo como sombras y burlas de la sustancia. Siempre había considerado sus rostros como máscaras, pero hasta entonces los había mirado con una despreciativa tolerancia, convencido de ver, por debajo de aquellas máscaras, unas almas vacías, débiles, avariciosas, lujuriosas y engañosas; ahora, en cambio, había un matiz cruel, un significado siniestro, un vago horror que anidaba bajo las suaves máscaras. Mientras intercambiaba cortesías con algún noble o consejero, se imaginaba ver desaparecer el rostro sonriente de su interlocutor, como si fuera humo, para ver aparecer allí las espantosas mandíbulas abiertas de una serpiente. ¿Cuántos de aquellos a los que miraba eran en realidad horribles monstruos inhumanos que tramaban su muerte, por debajo de la ilusión suave e hipnotizadora de un rostro humano?

Valusia, el reino de los sueños y las pesadillas, el reino de las sombras, regido por fantasmas que se deslizaban de un lado a otro, por detrás de las cortinas pintadas, mofándose del rey inútil que se sentaba en el trono, convirtiéndolo a él mismo en una sombra.

Y como la sombra de un buen camarada, Brule se hallaba a su lado, con los ojos oscuros brillando en su rostro impasible. ¡Brule era un verdadero hombre! Y Kull sintió que la amistad que experimentaba por aquel salvaje era algo perteneciente a la realidad, y se daba cuenta de que Brule también sentía por él una amistad que iba más allá de la simple necesidad del arte de gobernar.

¿Y cuáles eran las realidades de la vida?, se preguntó Kull. ¿Ambición, poder, orgullo? ¿La amistad de un hombre, el amor de las mujeres, que él nunca había conocido, la batalla, el saqueo…, qué? ¿Era el Kull real quien se sentaba sobre el trono, o acaso el verdadero Kull era el que había escalado las montañas de Atlantis, el que había asolado las lejanas islas de poniente, el que se había reído de las rugientes marejadas verdes del océano de Atlantis? Pues él sabía que había muchos Kull, y se preguntaba cuál de ellos era el real. Después de todo, los sacerdotes de la serpiente habían avanzado un paso más en su magia, pues todos los hombres llevaban máscaras, y muchos de ellos llevaban una máscara diferente con cada hombre o mujer. En consecuencia, Kull se preguntaba si debajo de cada máscara no habría agazapada una serpiente.

Permaneció sentado, sumido en esta clase de pensamientos extraños y laberínticos, mientras los cortesanos iban y venían, y se completaban los pequeños asuntos pendientes del día, hasta que él y Brule quedaron finalmente a solas en el salón social, a excepción de los amodorrados sirvientes.

Kull se sentía fatigado. Ni él ni Brule habían dormido la noche anterior, y Kull tampoco había dormido la noche anterior a eso, cuando en los jardines de Ka-nu tuvo el primer indicio de las cosas insólitas que iban a pasar. Nada más había ocurrido después de que regresaran al estudio, procedentes de los pasadizos secretos, pero ninguno de los dos se había atrevido o preocupado de dormir. Kull, dotado con la increíble vitalidad de un lobo, ya había pasado otras veces por días y días sin dormir, en sus tiempos de salvaje, pero su mente se sentía fatigada ahora por la constante reflexión y por todas las cosas misteriosas ocurridas la noche anterior, capaces de romperle los nervios a cualquiera. Necesitaba dormir, pero en eso era en lo que menos pensaba.

Y, aunque lo hubiera pensado, tampoco se habría atrevido a hacerlo. Otra de las cosas que le había conmocionado era que, a pesar de la estrecha vigilancia que mantuvieron tanto él como Brule para ver si y cuándo se cambiaba la guardia apostada ante la puerta del despacho, ésta quedó cambiada sin que ninguno de los dos se diera cuenta de nada porque, a la mañana siguiente, quienes estaban de guardia pudieron repetir las palabras mágicas de Brule, a pesar de que no recordaban que hubiera sucedido nada fuera de lo normal. Estaban convencidos de haber pasado toda la noche de guardia, como era habitual, y Kull no dijo nada al respecto. Creía que eran verdaderos hombres, pero Brule le aconsejó guardar el más absoluto secreto y a Kull también le pareció lo mejor.

Ahora, Brule se inclinó sobre el trono y bajó el tono de voz para que ninguno de aquellos ociosos sirvientes pudiera oír sus palabras.

-Creo que no tardarán en golpear de nuevo, Kull. Hace un rato, Ka-nu me hizo una seña secreta. Los sacerdotes están enterados de que conocemos su conspiración, aunque no saben hasta qué punto estamos enterados de los detalles. Debemos estar preparados para cualquier clase de acción. Ka-nu y los jefes pictos se mantendrán lo más cerca posible, para socorrernos, hasta que esto se haya solucionado de una u otra forma. Si tenemos que entablar una batalla campal. la sangre correrá por las calles y los castillos de Valusia.

Kull le dirigió una sonrisa inexorable. Acogería con feroz regocijo cualquier clase de acción, fuera la que fuese. Todo este deambular por un laberinto de ilusión y magia resultaba extremadamente irritante para una naturaleza como la suya Anhelaba poder saltar, oír el sonido de las espadas y experimentar la gozosa libertad de la batalla.

En ese momento volvió a entrar Tu en el salón social, acompañado por el resto de consejeros.

Señor, mi rey, se acerca la hora del consejo y nos hallamos preparados para escoltaros a la sala del consejo.

Kull se incorporó y los consejeros se apartaron e hincaron la rodilla en tierra a su paso. Después, se incorporaron tras él para seguirle. Algunos ceños se fruncieron cuando el picto avanzó desafiante tras el rey, pero nadie puso la menor objeción. La mirada desafiante de Brule recorrió los rostros delicados de los consejeros, con la osadía propia de un salvaje intruso.

El grupo atravesó los pasillos y llegó por fin ante la cámara del consejo. La puerta se cerró, como era habitual, y los consejeros se dispusieron en fila, según el orden de sus rangos, ante el estrado sobre el que se situó Kull, mientras Brule se colocaba tras el rey, como una estatua de bronce.

Kull recorrió el salón con un rápido movimiento de su mirada. Sin lugar a dudas, aquí no había posibilidad alguna de que se cometiera un acto de traición. Había presentes diecisiete consejeros, a todos los cuales conocía; cada uno de ellos había abrazado su causa cuando ascendió al trono.

-Hombres de Valusia… -empezó a decir, a la manera convencional.

Y entonces se detuvo, perplejo. Lo consejeros se habían in-corporado, como un solo hombre, y avanzaban hacia él. No había hostilidad alguna en sus miradas, pero sus actos resultaban muy extraños en una sala del consejo. El primero ya había llegado cerca de él cuando Brule se adelantó de un salto, encogido como un leopardo.

-Ka nama kaa lajerama.

Su voz restalló, rompiendo el siniestro silencio de la sala, y aquel primer consejero retrocedió, llevándose rápidamente la mano a la túnica. Brule saltó como un resorte y el hombre se precipitó de cabeza hacia la espada desenvainada del picto, y cayó ensartado mientras su rostro se desvanecía y se transformaba en la cabeza de una poderosa serpiente.

-¡Atacad, Kull! -rugió la voz del picto-. ¡Todos ellos son hombres serpiente!

Lo demás fue una escena llena de sangre. Kull vio cómo aquellos rostros familiares desaparecían y sus lugares eran ocupados por horribles cabezas reptilianas, en el momento en que todo el grupo se lanzó hacia adelante. Había un gran desconcierto en su mente, pero su cuerpo no le falló.

El silbido de su espada llenó la estancia, y el grupo que se precipitaba contra él se transformó en una oleada rojiza. Pero los que quedaron volvieron a atacar, aparentemente dispuestos a entregar sus vidas con tal de eliminar al rey. Unas espantosas mandíbulas se abrieron ante él; unos ojos terribles miraron a los suyos, que devolvieron la mirada sin parpadear; un olor fétido y nauseabundo impregnó la atmósfera, el olor de la serpiente, que Kull había conocido en las selvas del sur. Las espadas y las dagas se precipitaron hacia él, y apenas fue consciente de que le herían.

Pero Kull se hallaba ahora en su elemento. Nunca, hasta ahora, había tenido que enfrentarse con enemigos tan crueles, pero eso le importaba bien poco; eran seres vivos, por sus venas corría la sangre que podía derramarse y murieron uno tras otro cuando su gran espada les arrancó las cabezas de un tajo o les atravesó los cuerpos. Atacaba, se retiraba y enviaba una estocada tras otra. Sin embargo, Kull habría muerto irremediablemente de no haber sido por el hombre que luchaba a su lado, y que tampoco dejaba de esquivar y atacar.

El rey se dejó llevar por su afán de lucha, combatiendo según el terrible estilo atlante que busca la muerte para enfrentarse con la muerte; no hizo el menor esfuerzo por evitar las acometidas y las cuchilladas, se mantuvo firme, y hasta se lanzó hacia adelante, sin otra idea en su enloquecida mente que la de atacar. No era frecuente que Kull olvidara su habilidad luchadora en su furia primitiva, pero ahora pareció como si un eslabón se hubiera roto en su alma, para llenar su mente de un afán incontenible por matar y derramar sangre. Se desembarazaba de un enemigo a cada estocada que lanzaba, pero aquellos seres le rodeaban, muy superiores en número, y Brule tuvo que parar una y otra vez estocadas que habrían alcanzado su objetivo. Permanecía agazapado junto al rey, esquivando y atacando con una fría habilidad, sin producir tantos estragos como ocasionaban los mandobles y arremetidas de Kull. pero sin dejar por ello de ser menos efectivo con sus golpes y embestidas cortas desde abajo.

Kull lanzó una risotada de locura. Los horribles rostros se agitaban a su alrededor como una mancha borrosa y escarlata. Sintió que el acero se hundía en su brazo y dejó caer la espada, trazando un arco relampagueante, que abrió una enorme brecha en el pecho de su enemigo. Luego, las brumas se disiparon, y entonces se dio cuenta de que él y Brule se hallaban solos sobre un montón de horripilantes figuras esparcidas por el suelo, inmóviles.

-¡Por Valka! ¡Qué matanza! -exclamó Brule limpiándose la sangre de los ojos-. Si hubieran sido guerreros que supieran cómo utilizar el acero, habríamos muerto aquí Pero estos sacerdotes serpiente no saben nada del arte de manejar la espada, y mueren con mayor facilidad que cualquier hombre al que haya tenido que matar. No obstante, si hubieran sido unos cuantos más, creo que las cosas habrían terminado de otra manera.

Kull asintió con un gesto. La salvaje posesión borrosa a la que se había visto sometido ya había pasado, dejándole una confusa sensación de gran fatiga. La sangre brotaba de las heridas recibidas en el pecho, el hombro, el brazo y la pierna. El propio Brule sangraba a causa de varias heridas superficiales, y le miró con expresión de preocupación.

-Mi señor, apresurémonos a que las mujeres se ocupen de curar vuestras heridas.

Kull le apartó a un lado con un movimiento instintivo de su poderoso brazo.

-No, nos ocuparemos de esto hasta que todo haya terminado. Pero ve tú a que te atiendan las heridas… Te lo ordeno.

El picto se echó a refr, con expresión inexorable.

-Vuestras heridas son peores, mi señor… -empezó a decir, y entonces se detuvo en seco, como golpeado por una idea repentina -. ¡Por Valka! ¡Éste no es el salón del consejo!

Kull miró a su alrededor y, de repente, otras brumas parecieron desvanecerse de su mente.

-No, éste es el mismo salón donde Eallal murió hace mil

años. Un salón que no se ha utilizado desde entonces y que se ha considerado como maldito.

-Entonces, ¡por los dioses!, han logrado engañarnos -exclamó Brule hecho una furia, lanzando patadas contra los cadáveres que yacían a sus pies-. ¡Nos hicieron entrar aquí como estúpidos, para caer en su emboscada! Gracias a su magia, cambiaron el aspecto de todo…

– En tal caso, debe de estar cometiéndose una nueva vileza -dijo Kull-, porque si hay verdaderos hombres en los consejos de Valusia, deberían estar ahora en la auténtica sala del consejo. Vamos, rápido.

Abandonaron la estancia, dejando en ella a sus fantasmagóricas figuras, y avanzaron presurosos por los pasillos que parecían desiertos, hasta que llegaron ante la verdadera sala del consejo. Una vez allí, Kull se detuvo con un repentino estremecimiento, porque de la sala del consejo surgía una voz que hablaba… ¡Y aquella voz era la suya!

Apartó los tapices con mano temblorosa y echó un vistazo hacia el interior del salón. Allí estaban sentados los consejeros, como réplicas perfectas de los hombres que él y Brule acaba han de matar, y sobre el estrado se veía la figura de Kull, rey de Valusia.

Retrocedió, con la sensación de que le daba vueltas la cabeza.

-¡Esto es una locura! -susurró-. ¿Soy yo Kull? ¿Estoy aquí o es ése el verdadero Kull y yo no soy más que una sombra, una quimera de mi propio pensamiento?

la mano de Brule se posó sobre su hombro y le sacudió ferozmente, haciéndole recuperar el sentido.

-¡En el nombre de Valka, no seáis estúpido! ¿Todavía os asombráis, después de todo lo que hemos visto? ¿Acaso no os dais cuenta de que ésos son verdaderos hombres embrujados por un hombre serpiente que ha adoptado vuestra forma, del mismo modo que esos otros a los que hemos matado adoptaron las formas de vuestros verdaderos consejeros? A estas alturas ya deberíais haber muerto, y el monstruo que ha adoptado vuestra forma gobernará en vuestro lugar, sin que lo sepa ninguno de los que se inclinan ante vos. Atacad y matad con rapidez, o estaremos acabados. Los asesinos rojos, verdaderos hombres, están de guardia, y nadie más que vos puede atacar y matarle. ¡Sed rápido!

Kull se sacudió el aturdimiento que se había apoderado de él y echó la cabeza hacia atrás, con un viejo y desafiante gesto. Inhaló aire, larga y profundamente, como haría un fuerte nadador antes de lanzarse al océano, y luego apartó a un lado los tapices y se lanzó hacia el estrado como un león.

Brule había dicho la verdad. Allí estaban los hombres de los asesinos rojos, entrenados para moverse con la rapidez del leopardo que ataca; cualquier otro que no fuera Kull habría muerto antes de poder llegar basta donde estaba el usurpador. Pero el hecho de ver a Kull, idéntico al hombre que se encontraba sobre el estrado, hizo que se contuvieran, asombrados y perplejos por un instante. Fue tiempo más que suficiente. El ser que se hallaba sobre el estrado logró cerrar los dedos alrededor de la empuñadura de su espada, pero antes de que pudiera desenvainar, la espada del auténtico Kull se clavó tras sus hombros, y aquella cosa que los hombres habían creído que era el rey cayó hacia adelante, desde el estrado, y quedó tendida e inmóvil sobre el suelo.

-¡Alto! -gritó Kull.

Su voz regia y potente fue suficiente para detener la precipitación que ya se había iniciado, y mientras todos los presentes le miraban asombrados, señaló la cosa que había tendida ante él, cuyo rostro desaparecía para transformarse en la cabeza de una serpiente. Todos retrocedieron y en ese preciso instante apareció Brule por una puerta y Ka-nu por otra. Ambos se acercaron al rey, Ka- nu le tomó la mano ensangrentada y habló:

-¡Hombres de Valusia! Lo habéis visto con vuestros propios ojos. Éste es el verdadero Kull, el rey poderoso ante el que toda Valusia se ha inclinado siempre. El poder de la serpiente se ha roto, y todos seréis verdaderos hombres. Rey Kull, ¿tenéis alguna orden que darnos?

-Levantad esa carroña -ordenó Kull, y los hombres de la guardia se apresuraron a obedecerle-. Y ahora, seguidme todos – añadió el rey.

Emprendió el camino hacia el salón maldito. Brule, con expresión preocupada, le ofreció el apoyo de su brazo, pero Kull lo apartó a un lado.

la distancia a recorrer le pareció interminable al ensangrentado rey, pero por fin se encontró ante la puerta y se echó a reír feroz y cruelmente al oír las horrorizadas exclamaciones de los consejeros ante la escena.

Dio a los guardias la orden de arrojar el cadáver que transportaban junto a los que yacían en el suelo, y luego hizo señas a todos para que abandonaran el salón. Él fue el último en salir y cerrar la puerta.

Una oleada de vértigo le sacudió. Los rostros se volvieron a mirarle. Estaba pálido y perplejo, mareado y como sumido en una bruma fantasmal. Sentía que la sangre que brotaba de sus heridas le resbalaba por las extremidades, pero sabía que lo que debía hacer, tenía que hacerlo rápido o no podría llevarlo a cabo.

La espada volvió a desenvainarse de su funda con un silbido.

-Brule, ¿estás ahí?

-¡Aquí estoy!

Brule le miró a través de la bruma, cerca de su hombro, pero su voz pareció sonar a muchas leguas y eones de distancia.

-Recuerda tu juramento, Brule. Y ahora, que todos retrocedan.

Su brazo izquierdo abrió un espacio libre, al tiempo que levantaba la espada. Y luego, con toda la potencia que le quedaba lanzó la espada a través de la puerta, introduciendo la enorme hoja por la jamba, hundiéndola allí hasta la empuñadura y sellando de ese modo aquella sala para siempre.

Con las piernas muy abiertas, se dio media vuelta, como borracho, para mirar a los horrorizados consejeros.

-Que esta sala sea doblemente maldita. Y que esos esqueletos se pudran ahí para siempre como una muestra del poder moribundo de la serpiente. Aquí mismo os juro que daré caza a los hombres serpiente de uno a otro confín de mis territorios, de un mar a otro, sin darles ninguna tregua, hasta que todos hayan sido muertos y se haya quebrantado el poder del infierno. Esto es lo que os juro…, yo…, Kull, rey… de… Valusia.

Las piernas se le doblaron y los rostros vacilaron y giraron ante él. Los consejeros se precipitaron para ayudarle, pero antes de que pudieran hacerlo Kull cayó al suelo y quedó allí tendido, inmóvil, con el rostro vuelto hacia arriba.

Los consejeros se arremolinaron alrededor del rey caído, sin dejar de hablar y proferir gritos. Ka-nu los apartó a empellones, con los puños apretados, sin dejar de maldecir ferozmente.

-¡Atrás, estúpidos! ¿Queréis arrebatarle la poca vida que aún queda en él? ¿Está muerto o vivirá, Brule?- le preguntó al guerrero que ya se había inclinado sobre el postrado Kull.

-¿Muerto? -replicó Brule con irritación-. No se acaba fácilmente con la vida de un hombre como él. La falta de sueño y la pérdida de sangre le han debilitado… ¡Por Valka! Ha recibido un montón de heridas, pero ninguna de ellas es mortal. Que estos estúpidos balbuceantes traigan inmediatamente a las mujeres de la corte. -Los ojos de Brule se encendieron con una mirada feroz llena de orgullo-. ¡Por Valka! Os aseguro. Ka-nu, que no sabía que pudiera existir un hombre como él en estos tiempos tan degenerados. Estará en condiciones de montar a caballo dentro de pocos días y, entonces, que los hombres serpiente del mundo se guarden de Kull, rey de Valusia. Pero por Valka que eso será una cacería extraña. ¡Ah, ya imagino largos años de prosperidad para el mundo con un rey como él sentado en el trono de Valusia!

El altar y el escorpión

-¡Dios de las sombras reptantes, concédeme tu ayuda!

Un joven delgado se hallaba arrodillado en la penumbra, con su tembloroso cuerpo blanco como el marfil. El pulido suelo de mármol era frío bajo sus rodillas, pero su corazón estaba aún más frío que la piedra.

Por encima de él, en lo alto, fundido con las enmascaradas sombras, se cernía el gran techo de lapislázuli, sostenido por paredes de mármol. Ante él relucía un altar dorado, y sobre éste refulgía una enorme imagen de cristal: un escorpión, tallado con una habilidad que superaba al arte.

-Gran escorpión -continuó el joven con su invocación-, ¡ayuda a tu siervo! Tú sabes bien cómo en tiempos pasados Gonra el de la espada, mi gran antepasado, murió ante tu altar, a manos de un puñado de bárbaros asesinos que intentaban profanar tu santidad. A través de las bocas de tus sacerdotes, prometiste ayuda a la raza de Gonra en todos los años futuros.

»¡Gran escorpión! jamás un hombre o mujer de mi sangre te ha recordado antes tu promesa! Pero ahora, en mi hora de más amarga necesidad, acudo ante ti y te conjuro para que recuerdes tu juramento, por la sangre bebida por la espada de Gonra, por la sangre derramada de las venas de Gonra.

»¡Gran escorpión! Thuron, el sumo sacerdote de la sombra negra, es mi enemigo. Kull, rey de Valusia, cabalga desde su ciudad de chapiteles púrpura, para arrasar a fuego y acero a los sacerdotes que le han desafiado y que siguen ofreciendo sacrificios humanos a los dioses antiguos de las sombras. Pero antes de que el rey pueda llegar y salvarnos, yo y la mujer que amo seremos colocados desnudos sobre el altar negro del templo de la oscuridad eterna. ¡Thuron lo ha jurado! Entregará nuestros cuerpos a las antiguas y horrendas abominaciones, y nuestras almas al dios que habita para siempre en las sombras negras.

»Kull se sienta en el trono de Valusia y ahora acude en nuestra ayuda, pero Thuron gobierna esta ciudad de las montañas y me persigue. ¡Ayúdanos, gran escorpión! Recuerda a Gonra, que entregó su vida por ti cuando los salvajes atlantes llevaron la espada y la antorcha a Valusia.

La delgada figura del muchacho se postró. y la cabeza se hundió sobre su pecho, en un gesto de desesperación. La gran imagen reluciente del altar le devolvió un brillo helado bajo la débil luz, y no mostró ninguna señal ante su devoto que indicara haber oído aquella invocación apasionada.

De repente, el joven se irguió, sobresaltado. Unos pasos rápidos sonaron sobre los anchos escalones, en el exterior del templo. Una joven se precipitó por la puerta envuelta en las sombras, como una llamarada blanca soplada por el viento.

-¡Thuron… viene hacia aquí! -balbuceó, arrojándose en los brazos de su amado.

El rostro del joven palideció y su abrazo se apretó alrededor de la muchacha, al tiempo que miraba receloso hacia la puerta. Unos pasos, pesados y siniestros, resonaron sobre los escalones de mármol y una figura amenazadora apareció bajo el dintel.

Thuron, el sumo sacerdote, era un hombre alto y flaco, como un gigante cadavérico. Sus ojos brillaban como feroces manchas, por debajo de las pobladas cejas, y la delgada línea de su boca se abrió en una risa silenciosa. La única vestimenta que llevaba era un taparrabos de seda, a través del cual se había introducido una cruel daga curvada, y portaba un látigo corto y pesado en su mano, delgada y poderosa.

Sus dos víctimas se aferraron la una a la otra, y miraron con los ojos muy abiertos a su enemigo, como pájaros que miraran hipnotizados a una serpiente. Y los movimientos lentos y ondulantes de Thuron al avanzar hacia ellos no fueron muy distintos del sinuoso deslizamiento de una serpiente.

-¡Thuron, lleva cuidado! -exclamó el joven con valentía aunque con voz vacilante, debilitada por el terror que se apoderaba de él-. Si no temes al rey, ni tienes piedad por nosotros, no te atrevas a ofender al gran escorpión, bajo cuya protección nos encontramos.

Thuron lanzó una risotada, poderoso y arrogante.

-¡El rey! -se mofó-. ¿Qué significa el rey para mí, cuando soy más poderoso que cualquier rey? ¿El gran escorpión? ¡Jo, jo! Un dios olvidado, una divinidad que ya sólo recuerdan los niños y las mujeres. ¿Te atreves a oponer tu escorpión contra la sombra negra? ¡Estúpido! ¡Ahora ya no podría salvarte ni el propio Valka, el dios de todos los dioses! Estás destinado a ser sacrificado al dios de la sombra negra.

Avanzó hacia los acobardados jóvenes y los agarró por los hombros, hundiendo en la carne blanda sus uñas, fuertes como garras. Trataron de resistirse, pero él se echó a reír y, con una fortaleza increíble, los levantó en el aire y los sostuvo así, con los brazos extendidos, como un hombre podría balancear a un bebé. Sus risotadas chirriantes y metálicas llenaron la estancia, arrancando ecos de maligna burla.

Sostuvo al joven entre las rodillas, al tiempo que ataba la mano y el pie de la muchacha, que sollozaba bajo sus garras crueles. Luego, tras dejarla despiadadamente en el suelo, ató del mismo modo al joven. Retrocedió entonces, y contempló su obra. Los sollozos asustados de la muchacha resonaban en el silencio, rápidos y jadeantes. Tras un momento de silencio, el sumo sacerdote habló:

-¡Habéis sido unos estúpidos al pensar que podríais escapar de mí! Los hombres de tu sangre siempre se me han enfrentado en el consejo y en la corte. Ahora, tú vas a tener que pagar por ello, y la sombra negra beberá tu sangre. ¡Jo, jo! Yo gobierno ahora la ciudad, sea quien fuere el rey.

»Mis sacerdotes pululan por las calles, armados hasta los dientes, y ningún hombre se atreve a desafiarme. Si el rey pudiera montar a caballo ahora mismo, no podría abrirse paso entre mis hombres y llegar a tiempo para salvaros.

Sus ojos recorrieron el interior del templo y se posaron finalmente sobre el altar dorado y el silencioso escorpión de cristal.

-¡Jo, jo! ¡Qué estúpidos sois al haber depositado vuestra fe en un dios al que los hombres han dejado de adorar desde hace mucho tiempo! Un dios que ni siquiera tiene un sacerdote que lo atienda, y al que sólo se le ha permitido tener un santuario debido al recuerdo de su antigua grandeza. Un dios al que sólo reverencian las gentes sencillas y las mujeres estúpidas.

»¡Los verdaderos dioses son oscuros y sangrientos! Recordad mis palabras cuando os encontréis, muy pronto, sobre un altar de ébano, tras el cual anida para siempre una sombra negra. Antes de morir, conoceréis a los verdaderos dioses, a los dioses poderosos y terribles que llegaron procedentes de mundos olvidados y de los ámbitos perdidos de la negrura. Dioses que nacieron en las gélidas estrellas, y que habitan en soles negros, mucho más allá de la luz de cualquier estrella. Conoceréis la terrible verdad del innombrable. ante cuya realidad no se encuentra similitud terrenal alguna, pero cuyo símbolo es la sombra negra.

La muchacha dejó de sollozar, helada, y guardó un aturdido silencio, como el joven. Por detrás de aquellas amenazas ambos percibían un foso horrible e inhumano de sombras monstruosas.

Thuron avanzó un paso hacia ellos, se inclinó y extendió las manos como garras para apoderarse de ellos y levantarlos sobre sus hombros. Lanzó una risotada cuando ellos trataron de retorcerse para alejarse de él. Sus dedos se cerraron como garfios sobre el delicado hombro de la muchacha…

Un grito agudo conmocionó el silencio de cristal, convirtiéndolo en añicos, al tiempo que Thuron daba un salto en el aire y caía de bruces al suelo, retorciéndose y rechinando los dientes. Una pequeña criatura se alejó, escurridiza, y desapareció por la puerta. Los gritos de Thuron se convirtieron en un gemido que se interrumpió en su nota más alta. Luego, el silencio cayó sobre ellos como una bruma mortal.

Finalmente, el joven habló en susurros, impresionado.

-¿Qué ha sido eso?

-Un escorpión -fue la respuesta de la muchacha, pronunciada en voz baja y trémula-. Se arrastró sobre mi pecho desnudo, sin hacerme el menor daño y, cuando Thuron me agarró, le picó.

Volvió a hacerse el silencio. Luego, el joven volvió a hablar, con voz vacilante.

-No se ha visto en esta ciudad ningún escorpión desde hace más tiempo del que pueden recordar los hombres.

-El gran escorpión llamó a éste para que acudiera en nuestra ayuda -susurró la muchacha-. Los dioses nunca olvidan, y el gran escorpión ha cumplido su juramento. ¡Demostrémosle nuestro agradecimiento!

Y atados como estaban, de pies y manos, los jóvenes amantes volvieron los rostros desde donde estaban y alabaron al gran escorpión silencioso y brillante que había sobre el altar. Permanecieron así durante mucho rato, hasta que el distante sonido de muchos cascos plateados y el fragor de las espadas les indicó la llegada del rey.

Abismo negro

1. Traición en Kamula

La mirada fría de Kull se nubló de perplejidad cuando el alto guerrero bronceado irrumpió en sus aposentos privados donde él permanecía ociosamente sentado, tomando vino de loto y contemplando desde la ventana de palacio las nubes blancas que se deslizaban sobre el mar azulado del cielo. A excepción del corto faldón de cuero, el guerrero iba tan desnudo como la larga espada de hierro que sostenía en el puño cubierto de cicatrices, y su rostro habitualmente impertérrito se hallaba cubierto ahora por una expresión de furia. Kull lanzó un suspiro y dejó la copa de vino a un lado.

Había momentos en que hasta un rey tan guerrero como Kull anhelaba algo de serenidad y de paz. Aquí, en Kamula, casi la había encontrado, pues esta ciudad de ensueño, llena de edificios de mármol blanco como la nieve y de lapislázuli, que se levantaba sobre lo alto de la montaña, era tan indolente y lánguida como si perteneciera a un sueño. Los días pasados aquí se habían visto llenos de alegrías placenteras y soñolientas, muy distintos de los que pasaba en la capital del sur, donde se veía constantemente importunado por conspiraciones y contraconspiraciones, por facciones e intrigas cortesanas de todo tipo. Aquí, en el norte, en la ciudad de ensueño de Kamula, en medio de las montañas verdes de Zalgara, todo era paz y placer…, pero ahora, ¿qué ocurría ahora?

-¡Kull, quiero justicia! ¡Asesinato…, traición!

Kull volvió a emitir un suspiro. Conocía bien a estos salvajes pictos que servían a Valusia como aliados y mercenarios; comprendía la oscura furia que dormía en ellos, como duerme en todos aquellos que son verdaderos bárbaros, como de hecho dormía dentro de su propio corazón, pues a pesar de ser ahora rey de Valusia, Kull había nacido como un salvaje desnudo en la primitiva Atlantis, más allá del continente, y en el fondo de su alma anidaba el bárbaro rojo que era, a pesar de la superficie de la esplendorosa cultura valusa con la que se había revestido desde entonces.

Sus ojos fríos, tan grises como el hielo glacial, estudiaron con curiosidad el rostro del guerrero picto, que blandía su espada en lo alto, y temblaba como poseído por una furia apasionada.

-Durante mil años, el pueblo de las islas ha permanecido como aliado al lado de los hombres de Valusia -espetó el guerrero-. Ahora, en cambio, mis propios hermanos de tribu se ven apartados de mi lado por asesinos que permanecen escondidos y al acecho en medio de un palacio valuso.

Kull le miró asombrado, y se puso inmediatamente alerta.

-¿Qué estás diciendo, Brule? ¿Qué locura es ésta? ¿Hablas de uno de mis guerreros? ¿Quién se ha apoderado de él?

– ¡Sólo Valka lo sabe! -bramó el picto-. En un momento estábamos hablando juntos en la cámara. Grogar se apoyaba contra una de esas columnas de mármol de color melocotón, me volví para decirle algo a Monartho y…, ¡zas!, Grogar desapareció, se desvaneció en el aire, y sólo quedó en la estancia el eco de su grito de terror.

Las cejas de Kull se unieron en una expresión pensativa y hosca.

-¿Alguna disputa entre él y sus camaradas…?

-¡Nada de eso, oh, mi señor! Grogar era querido por todos.

-¿Un esposo celoso?

-Grogar nunca miraba a las mujeres valusas, demasiado blandas y lánguidas para él… Una o dos mujeronas gruesas y alegres de taberna, ésas eran las que le gustaban, y esa clase de mujeres no tienen maridos. Y tampoco podía soportar a estas mujeres de Kamula, tan sedosas y delicadas… ¡Bah! Aquí, hasta los hombres huelen a perfume. Y estas gentes de Kamula odian a los pictos. Lo sabemos. Lo vemos en la expresión de sus ojos cuando nos miran.

Kull emitió una risa bronca.

-¡Tú sueñas, Brule! Estas gentes son demasiado indolentes y melindrosas como para odiar a nadie. Lo único que saben hacer es cantar, hacer el amor, organizar fiestas, beber vino, componer versos. Supongo que no creerás que tu gran y corpulento Grogar haya sido arrebatado por el gracioso poeta Taligaro, por la delicada y pequeña bailarina Zareta o por el propio y melindroso príncipe Mandara, ¿verdad?

Brule observó al rey con gesto hosco y los ojos azules llameantes. Sabía que se estaba burlando de él. Bufó y escupió sobre el mármol veteado de rosa.

-No sé quién es el asesino, ni cómo o por qué ha decidido actuar, pero os digo esto, rey Kull, ¡llevad cuidado! Aquí, en esta lánguida ciudad de Kamula, se esconde la traición negra, y el asesinato rojo.

2. ¡Acero rojo!

Avanzaron juntos por el paslo tortuoso. Kull, el rey, y Brule, el asesino de la lanza, a quien el rey le había pedido que le mostrara el lugar donde Grogar había desaparecido de modo tan misterioso. Brule marchaba delante, indicándole el camino; cruzaron cámaras voluptuosas de las que colgaban tapices dorados que descendían ondulantes sobre las paredes, anchos pasillos curvados en cuyos nichos aparecían estatuas de alabastro y grandes urnas de jade llenas de flores. El aire olía a incienso, procedente de los incensarios de plata colgantes, y todo evidenciaba la existencia de una elevada cultura que se había hecho relajada y blanda, degenerada y débil, y que parecía hallarse al borde de la decadencia.

Aquellos dos hombres eran tan diferentes como pudieran serlo en su aspecto exterior. Kull se erguía como una estatua heróica de aspecto poderoso, de hombros anchos y pecho abultado, envuelto en una vistosa túnica de brocado que refulgía en una cascada de escarlata y púrpura, con su capa ondulante de tela plateada incrustada de hilo de oro, las gemas que despedían destellos desde la sortija que llevaba en el dedo, el brazalete de oro, la empuñadura y el cinto de la espada, y desde el delgado círculo de oro que le rodeaba las sienes, donde unos grandes y lustrosos ópalos brillaban lujosamente. De porte y semblante realmente regios, Kull se erguía tan recto como el mango de una lanza, tan ágil como un tigre que fuera de caza, tan impasible como un dios. Su cabello negro y cortado recto le caía sobre los hombros. tan áspero y espeso como una melena leonina, y sus ojos ardían con la frialdad del acero de una espada, tan brillantes y penetrantes como el hielo claro.

Brule, el picto, era más delgado, menos corpulento, de mediana estatura. Su fisico, de aspecto flexible, se hallaba moldeado con la elegante simetría y la salvaje economía de medios de una pantera. Su piel era atezada, bronceada por el sol, salpicada aquí y allá por las terribles cicatrices de viejas batallas y guerras ya olvidadas. Ni una sola joya perturbaba el aspecto de dignidad guerrera y espartana de este ser primitivo que despreciaba los lujos de la corte; lo único que llevaba era el faldón corto de cuero negro y el acero desnudo.

Diferentes, sí, y sin embargo iguales en su porte elegante y felino, en su actitud alerta, en la majestuosidad natural de sus movimientos y en aquella misma aura intangible de salvajismo primitivo que parecía rodear tanto al guerrero semidesnudo como al rey cubierto de joyas.

-Estábamos en el salón de las joyas -gruñó el picto-. Grogar, Monartho y yo. Acabábamos de terminar nuestra guardia y nos gastábamos bromas. Grogar se apoyaba contra la columna, como ya os he dicho. Me volví para decirle algo a Monartho y, al hacerlo, Grogar apoyó todo su peso contra la pared, y entonces oí el grito de angustia que se escapó de sus labios. Me volví… y ya no estaba. No pudimos ver más que un atisbo de negra oscuridad, como si una boca gigantesca se hubiera abierto, y percibimos una bocanada de aire maloliente, como procedente de un pozo lleno de osamentas podridas… Y desapareció como si la pared hubiera cobrado vida y se lo hubiera tragado.

-Un panel deslizante -dijo Kull mirando a su alrededor con ojos inquietos, receloso de encontrar la traición en cada sombra-. Alguna condenada trampa que se ha abierto. Tuvo que haber tocado accidentalmente algún resorte y la pared se abrió y se lo tragó.

-Quizá. O quizá hubiera un asesino oculto tras la pared. La verdad es que pudimos ver bien poca cosa… Monartho desenvainó la espada y la introdujo por la abertura, para que el panel no pudiera cerrarse por completo. Apoyamos sobre ella todo el peso de nuestros cuerpos, pero no cedió ni un ápice, así que le dejé allí, con la hoja introducida en la grieta, y corrí a avisaros.

Entraron en la cámara denominada el salón de las joyas debido a los murales incrustados de gemas que representaban una variada serie de escenas de carácter amoroso en la vida de los héroes legendarios. Ahora se encontraban en las estancias más profundas del palacto, y Kull miró a su alrededor, extrañado. Esta estancia se había construido contra la roca sólida de la montaña sobre la que se levantaba la ciudad de Kamula. ¿Cómo podía haber allí un pasaje secreto?

-Justo en el momento en que se desvanecía y la pared se

cerraba, Monartho jura que oyó alguna clase de música que procedía del abismo oscuro hacia el que Grogar se vio arrastrado. Ahí lo tenéis ahora, con la oreja pegada a la grieta, tratando de escuchar algo. ¡Hola, Monartho!

Kull frunció el cerio, inquieto. El alto guerrero que se encontraba en la pared más alejada de la estancia no se volvió hacia ellos cuando Brule le dirigió el saludo, ni hizo el menor gesto que indicara que se hubiera dado cuenta de su presencia. Parecía estar limpiamente apoyado contra el panel, con una mano sujeta a la empuñadura de la espada que sobresalía de la grieta negra.

Kull se acercó al picto y le puso una mano impaciente sobre el hombro. Al contacto de su mano, Monartho se derrumbó por completo sobre el suelo de mármol. Sus ojos les miraron, helados y vacíos, sin vida. Del corazón sobresalía la empuñadura de una pequeña daga dorada. Aturdido, Kull se inclinó y extrajo el acero enrojecido de la carne del hombre muerto, que ya se enfriaba. Brule lanzó un juramento.

-¡Por Valka! ¡También lo han asesinado a él! He sido un estúpido al dejarle solo. El capitán de mis arqueros a caballo, y mi mejor lanzador de jabalina…, ¡muertos! Juro que encontraré a la serpiente que ha hecho esto, muerta o viva. Juro que la encontraré, aunque tenga que destrozar todo Kamula y no dejar piedra sobre piedra. ¡Por Valka! ¡Entregaré esta condenada ciudad a las llamas y las apagaré después con la sangre de sus habitantes!

3. La flauta del demonio

La hendedura recorría la pared como una barra de sombra. Kull se inclinó para examinarla. La empuñadura de la espada de Monartho sobresalía, sostenida por el peso de la piedra deslizante.

-Mira, Brule, alguien tiene que haber atacado a tu amigo con la daga a través de esta raja, desde el otro lado. Esa hoja es lo bastante estrecha y delgada para pasar por donde la espada no pudo. Me pregunto qué habrá al otro lado de esta pared…

-Locura y muerte -contestó Brule, ceñudo-. La muerte de dos buenos hombres, que vivieron, lucharon y murieron al servicio de Valusia.

-Es posible que Grogar todavía esté con vida-dijo Kull

Miró a través de la grieta, pero no pudo ver nada. La negrura del otro lado era intensa, casi palpable. Y desde aquella raja de oscuridad casi material llegó hasta él un maloliente olor fétido, como de cadáveres en putrefacción. La oscuridad parecía latir, como si fuera algo vivo y sensible.

Brule desvariaba, sin dejar de pronunciar feroces juramentos, pero Kull le sujetó por el brazo y le ordenó que guardara silencio. Se inclinaron juntos, forzando el oído junto a la abertura. Desde el otro lado de la pared llegó hasta ellos una música débil y lejana, como un gemido tenue y escalofriante, una música extraña y misteriosa que se elevaba y descendía como el eco de una risa demoniaca. ¿Qué flauta espectral se ocultaba más allá de aquella puerta misteriosa, en la negrura viva?

Kull casi sis estremeció ante aquella melodía horrible que parecía agarrarse a su cordura, tratando de arrancársela. Había odio en aquella música, una burla enloquecida llena de odio y vileza, más de lo que cualquier obscenidad humana pudiera imaginar. Todo el veneno de mil años de odio humano se hallaba concentrado en aquel escalofriante hilillo de música. De repente, Kull echó otro vistazo al rostro del guerrero muerto tendido a sus pies.

¡Sí! La expresión grabada en aquellos rasgos de la muerte era de horror y sorpresa, y también de dolor, pero había algo más en la expresión del cadáver, congelado en una expresión de… escucha.

La música demoniaca hizo que la piel le hormigueara. Hasta el inexorable Brule se puso pálido de náuseas cuando el sonido dee la flauta demoniaca se filtró por la abertura.

-Parece la clase de música a cuyo sonido bailan los muertos en los suelos escarlata del infierno -dijo con un estremecimiento incontenible.

Kull se encogió de hombros y empujó la pared de mármol de color melocotón, que no se movió. Apoyó el hombro contra la pared y empujó. Unos poderosos haces de músculos se abultaron en su cuello y le recorrieron la espalda y el pecho como sinuosas serpientes, por debajo de los ropajes de brocado. Era como tratar de empujar un acantilado de granito puro. Brule añadió su propia fortaleza a sus intentos, pero tampoco eso sirvió de nada. Enojado ahora, Kull se quitó los lujosos ropajes, dejando al descubierto un torso poderoso que brilló como el bronce aceitado bajo la luz del sol.

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